El llamado espacio de la deliberación pública, abierto y plural por definición, en ocasiones, no pocas, se presenta como un ámbito propicio para las adhesiones inquebrantables o para la sumisión o el vasallaje. Hoy, en tiempo de pandemia, de excepcionalidad, lo comprobamos a diario en tantas latitudes, también por supuesto por estos pagos.
El espacio público debiera ser un ambiente en el que, como enseña la teoría, se expresen las diferentes dimensiones de la realidad sobre las que debatir y razonar en cada caso. En su lugar, los frentes ideológicos, más cerrados cada vez, mueven sus peones mediáticos y su artillería pesada para silenciar, excluir o laminar, si es posible, al diferente, al disidente o al crítico con el pensamiento dominante.
En ocasiones se cercenan las más obvias libertades de manera calculada para que el censurado, por ejemplo, no se pueda defender. A veces, se argumenta con ese peculiar: no es de los nuestros. De intento, esto es lo más grave, se restringe la libertad educativa para evitar que, además del poder, alguien tenga la tentación de transmitir conocimientos e ideas que vayan más allá del pensamiento y la doctrina única que se elabora desde las más sofisticadas técnicas de manipulación. El pluralismo se predica con ocasión y sin ella, pero salvo excepciones, ha ido desapareciendo de escena. El miedo a la verdad, a lo que las cosas son, no a lo que parecen, conduce a edulcorar y maquillar una realidad que no debe ser conocida. He aquí un caso de manual: la pandemia ha sido inevitable, imprevisible y nada se pudo hacer desde gobiernos y administraciones, como si las omisiones de primeros de marzo no hubieran multiplicado exponencialmente los contagios.
En este ambiente, sería bienvenida una educación cívica para la libertad, no para cortar por el mismo patrón a los jóvenes, a los que hemos de transmitir el gusto por el conocimiento, por la verdad, por el pensamiento abierto, plural y crítico. Hoy, quien lo iba a imaginar, vamos por un camino que adocena, que aborrega, que estandariza, que impide el ejercicio de la libertad solidaria, que aplana el pensamiento.
Es un tiempo propicio para una revolución cívica pacífica, serena, razonable y humana. Es tiempo para conquistar la libertad todos los días, para afirmar la dignidad de la persona. Es un tiempo para luchar, de nuevo, por los valores y las cualidades democráticas. Desde luego, vale la pena.