UN HOMBRE SENTADO | Comunión

Letras sosegadas en #Nordesía: Fernando Soto escribe sobre el acompañamiento en la muerte de un familiar
UN HOMBRE SENTADO | Comunión

En los últimos diez días he ido a tres velatorios, desde uno más o menos lejano hasta otro, el último, muy cercano y doloroso. Hace años, cuando varios amigos míos de fuera –de Madrid o Andalucía, por ejemplo– supieron la cantidad de entierros a los que iba, no se lo podían creer. Había tanta diferencia entre su propia experiencia y la mía que no lo entendían. Y yo les aseguré que no era un bicho raro, y les expliqué que aquí en Galicia no hacía falta una relación íntima y estrecha con alguien para sentir que su muerte, por una razón u otra –familiar, de amistad, laboral o de simple vecindad–, tenía que ver contigo; y que, en consecuencia, asistir a funerales o entierros era, si no normal, al menos relativamente habitual.


Tuve una edad en la que, como a casi cualquier joven, todo eso del tanatorio, los pésames o las asistencias casi multitudinarias a los cementerios no solo me sobraba sino que casi merecía mi desprecio. Como a tantos otros, me parecía pura hipocresía y, desde luego, una molestia para la familia, para quienes estaban verdaderamente tristes, que aun así debían atender y hacer caso a lo que no me parecía más que visitas de cortesía, no pocas veces desconsideradas.


Eso se me pasó ya. Reconozco que todavía, a veces, en algunos entierros oigo charlas que me dan ganas de echar a alguien a patadas del cementerio, pero en general hace años que mi opinión es casi la contraria, y valoro toda esa compañía, ese ir y venir de gente que nos saluda, que nos recuerda, nos abraza y nos dedica aunque solo sean un par de minutos de preocupación.


Por una parte, me pregunto qué haríamos si en esos momentos nos dejasen solos, cómo soportaríamos volver inmediatamente a una casa donde solo encontraríamos un vacío, cómo podríamos afrontar una muerte cercana a quemarropa, de frente y con todo el tiempo del mundo para pensarla. Y que bienvenidos sean esas distracciones, los dos días de ajetreo social y la obligación de estar pendiente de personas que pasaban por allí; porque todo eso nos aturde, que es lo que necesitamos: estar aturdidos y no pensar, no poder detenernos a pensar bien en lo que ha sucedido, mientras el subconsciente va, por debajo, comenzando a asumir lo inasumible.


Pero no es solo eso. No se trata únicamente de que nos entretengan y nos obliguen a desviar nuestra atención de lo que de otro modo ocuparía todas nuestras fuerzas. Se trata también de un gesto de cariño, no solo de cada uno de ellos, sino de una comunidad, de nuestra comunidad, de esa esfera de la sociedad en la que vivimos, la que nos rodea y nos ha rodeado desde pequeños, en la que hemos crecido y madurado y, en gran parte, nos ha convertido en lo que somos. 

 

Se trata de que las personas que, para bien o —las menos— para mal, están en nuestra vida y forman nuestro mundo sentimental se detengan un rato por nosotros y dediquen algo de su tiempo a hacernos saber que lo sienten. Unos mucho, muchísimo, claro, y otros, inevitablemente, poco; pero todos lo suficiente para acercarse a decirnos que no estamos solos. Y ese gesto de compasión, ese entristecerse por y con nosotros, ¿no es acaso lo que nos hace personas, y además buenas personas?


Donde antes veía hipocresía, ahora veo un signo de que nuestra sociedad conserva aún un grado de humanidad y unos lazos personales que, si no nos hacen perfectos ni nos salvan de todo, desde luego nos hacen mejores y nos ayudan a sostenernos. Y que una vecina ya anciana, que te conoció de niña y después tuvo a tu hija en el colo, venga a hablarte de tu madre, es algo así como poner la muerte, con naturalidad, en el contexto de la vida. Y no me cabe duda de que si en algún momento los entierros se convierten en algo íntimo y solitario, y los velatorios se reservan para quienes como mínimo lloren, o directamente se suprimen, habremos perdido algo que era bueno y probablemente necesario.


Ayer, por ejemplo, tuve la certeza de que todo ese ritual, la secuencia religiosa pero no solo religiosa, los gestos, las frases e incluso los cánticos, el caminar con ellos, estar detrás, los abrazos, el silencio, la emoción y la impresión de esos momentos, y todo ese sufrimiento compartido, hacían falta. Los antropólogos dirán, supongo, que ayuda a articular el dolor, que es una catarsis, que el rito nos permite gestionar, conducir sentimientos demasiado intensos para dejarlos libres. No lo sé: yo me sentí cerca de quienes más tristes estaban, y también parte de una comunidad que se preocupaba y cuidaba a los suyos. Y me pareció que era mejor así.


La muerte, especialmente si no tienes la suerte de tener fe en algo más, puede ser insoportable. Pero ante esa pena, ante el dolor de perder a quien era tan importante y querías tanto, ante esos golpes que nos cambian la vida para siempre, a menudo no hay más consuelo que saber que no estamos solos en nuestro desconsuelo.

UN HOMBRE SENTADO | Comunión

Te puede interesar