Nos exigimos demasiado sabiendo que, en lo elemental, nada o casi nada está en nuestras manos. Y no es una inocencia, sino la maldad de creernos en la obligación de desentrañar todo misterio de la naturaleza humana. Cuando es mentira, y lo sabemos, pensar que nos debemos a esa intromisión, pero aun así nos adentramos en ese océano de falsas responsabilidades sin alcanzar a comprender que nos conduce a la más atroz de las irresponsabilidades que acometemos y que tienen un elevado coste para los que en esa ignominiosa tarea de juzgados se ven condenados.
Somos jueces, nos gusta, porque somos también el delito y creemos que el hecho de señalarlo y juzgarlo en los demás nos absuelve de los nuestros. No lo hace, porque la culpa, la ajena y la nuestra, no son pecados, sino rasgos de nuestra humana condición. Horribles cicatrices de indeleble naturaleza en los espacios más íntimos del ser.
No somos elementos o materias que se puedan someter a debate como si fuesen objetos ajenos a nuestra propia condición, sino la condición que define y presta sentido a todos los objetos que la definen, que nos definen.
No os estoy invitando a dejarnos ir, indolentes en la crueldad o bondad de los actos ajenos sin entrar a calificarlos y, en su caso, condenarlos. Tampoco a ponernos en su piel. Pido solo que no se juzgue por obligación, no la tenemos, y esa maldad no hay cielo que lo soporte ni infierno que no pierda en ella su condición.