Un activista social de la tercera edad reclamó a golpe de telediario un ministerio para jubilados de todo rango. La idea se me antoja descabellada, propia de un adolescente.
Debió pedir la creación de una satrapía periférica, de corte ultranacionalista e independentista. Tenemos espacio territorial: residencias, centros de día, casinos, bancos... Una cultura común, la vejez. Un idioma atropellado y olvidadizo, pero propio. Y esos rasgos genéticos con los que nos marcan los rigores de la edad.
Una vez fundada la Nación Senecta podríamos exigir financiación singular, derecho a decidir y hasta pedir que se nos restituyera el dinero aportado a la caja común de la SS. Además, podríamos ser comunistas, racistas, marxistas, exterroristas, derechistas, fascistas e insolidarios sin que se nos tildara de reaccionarios, porque no estaríamos sino defendiendo nuestra singularidad étnica, cultural y derechos históricos.
Eso sí sería una revolución y no un triste ministerio que se va a gastar, en sueldos, prebendas y mordidas, lo más maollar del Imserso. Porque un ministro es, básicamente, un hombre vestido al modo de los empleados de pompas fúnebres con una cartera donde llevarse, de lo que quede, lo que le quepa. Al fin, un hincha, hoy de Sánchez, mañana de otros.
Y si esto se le antojaba imposible, pudo pensar en un partido político. Con suerte conseguimos un puñado de escaños, somos llave y se nos abren todas las puertas.