La literatura sobre la infancia y la adolescencia suele funcionar bien porque apela a la nostalgia, a un pasado con el que el lector de una generación –a veces dos e incluso tres diferentes– puede identificarse a través de los lugares, los referentes compartidos en la televisión o en la música y los cambios sociales y políticos.
Suele funcionar si está bien hecha, si es capaz de llegar a esa parte del cerebro donde dormitan los olores, sabores y sensaciones que se manifiestan en esa etapa. Lo que hace Jonathan Arribas en “Vallesordo” funciona, y muy bien, porque nos conecta desde la primera página con su protagonista, Nico, un niño de un pueblo de Zamora que es diferente a los demás.
Todo comienza cuando su profesora –una gallega de nombre Sabela– les pide un texto en el que hablen de su verano más “significativo”. Nico tiene doce años y, tras averiguar qué es eso de “significativo”, decide hablar de sus vacaciones de dos años atrás. A través de estas páginas, el autor nos presenta –se presenta– una historia entrañable en el que el mundo infantil y el de los adultos se rozan, contactan y, a veces, estallan.
Hay en Nico dos universos, el suyo propio, el que le encanta –quiere ser bailarín– y que puede compartir con muy contadas personas, y el de los mayores, más áspero y agrio, más duro y a veces excesivamente cargado de frustración.
Jonathan Arribas debuta en la literatura con una obra preciosa en la que destaca su envidiable habilidad para construir un protagonista con el que es imposible no empatizar, aunque por momentos sea amarga. La incomprensión y la burla nos enervarán, los silencios nos incomodarán y la soledad del niño nos herirá en lo más profundo, pero da igual: de eso va la literatura, de conmover, y Jonathan Arribas lo consigue.