Fin de semana de ‘política alternativa’, si queremos llamarla así, en España: con una ‘cumbre’ de la ultraderecha en Madrid, con intervención estelar del húngaro pro Putin Viktor Orban, de la mano de Abascal, por un lado; y, por otro, ‘cumbre’ abertzale –aún se dice así ¿no?– de EH Bildu, que celebra su III congreso en Pamplona, iniciando una era en la que Arnaldo Otegi reforzará su liderazgo. Nada que ver un acto con otro, obviamente... excepto que estamos ante la muestra de que el bipartidismo se difumina por su propia culpa, por su falta de entendimiento mutuo. Alguien debería meditar sobre que solamente en España y Alemania hay ya partidos conservadores -no ultraconservadores- fuertes en la UE. Y en que la socialdemocracia solo es ya fuerte, dentro de la Unión Europea, en España.
La victoria de Trump ha dado alas a la ultraderecha europea, que es, a la vez, en términos generales, ‘trumpista’ y en cierta medida también ‘putinista’. El grupo Patriots en el Europarlamento quiere redefinir los pesos específicos en Europa –cuánta falta nos haría el retorno del Reino Unido a la UE–. Aunque, por el momento, las diferencias internas en la ultraderecha, con Georgia Meloni en uno de los bandos, frenan una actuación más definida, que en todo caso sería nociva. Y, por otra parte, la ‘cumbre madrileña’ auspiciada por el líder de Vox, Santiago Abascal, es una pésima noticia para la derecha ‘de siempre’, el Partido Popular, que aún ni ha expresado su reacción oficial ante el liderazgo de Trump.
En lo que podría considerarse el otro extremo del arco político, por ejemplo en EH Bildu, también se advierten movimientos que son tomas de posición. No porque el liderazgo de Otegi sea algo nuevo, sino porque lo que es nuevo es el lenguaje moderado, los objetivos ajenos a la violencia y, en el fondo, el decidido propósito, que no es muy lejano al de los independentistas catalanes, de alejarse ‘de Madrid’. Bildu se ha convertido, con el PNV, también en fase de fortalecimiento interno, en el principal aliado del Gobierno de Pedro Sánchez. Pero no es, como no lo son los soberanistas catalanes y ni siquiera lo es Podemos, aliados a largo plazo: los objetivos finales de todos ellos para nada coinciden, se supone –porque a veces las cosas no están tan claras–, con los del PSOE.
Hay que ser tan miope como lo son los partidos nacionales mayoritarios para no darse cuenta de la transformación que está experimentando el engranaje partidista español y, por cierto, también el europeo –y el mundial, ya lo vemos–. Hace mucho tiempo que muchos, y no solo en España, vienen abogando por un retorno a los viejos, buenos, hábitos bipartidistas –todo lo imperfectos y matizados que se quiera–, a las coaliciones ‘de facto’ que enmarcaron los progresos de la Transición. A aquellos pactos de La Moncloa. Pero una política en la que lo que prima es la confrontación entre ‘los mayores’ acabará por arrojar en España resultados semejantes a los que observamos en Italia, en Francia, en Austria y, ahora, en Alemania, donde la extrema derecha está inequívocamente apoyada por los Estados Unidos ante las elecciones del próximo día 23. Desaparición virtual de los grandes partidos ‘clásicos’ y ascenso desordenado de formaciones de todo jaez y con propósitos despendolados.
Creo que en España son, somos, muchos quienes no nos sentimos representados ni por Orban, ni por Trump, ni por Otegi, ni por Puigdemont, y cada vez, sin embargo, desconfiamos más de un sistema bipartidista que ya no es tal. Entre otras cosas por la defección de quienes representaban un cierto centro (y que ahora pretenden retornar tras sus meteduras de pata). Y, claro, por la miopía, egoísmo y falta de patriotismo de quienes, representando en España (aún) a casi veinte millones de votos, no entienden que hay que gobernar con parámetros distintos a la mera ocupación del poder, de todo el poder. No a base de manifestaciones innecesarias con objetivos mendaces, ni de diálogos de besugos a base de ‘y tú más’. Ni de asaltos a las instituciones. Así, tal como vamos, ¿qué puede salir mal? A saber.